Siempre me ha encantado ver Valencia a través de los ojos de un pasajero (un fláneur, como dicen los franceses). Los ojos de alguien que, como ese científico que repite una y otra vez un experimento para comprobar si ha alterado los resultados, aprovecha cada cierto tiempo para volver a recorrer las calles —como decía Pablo Milanés— para ver cómo ha cambiado la ciudad. El otro día pasé por la cabecera del Turia, a la altura del Parque Gulliver y, listo, os digo que puedo detenerme. Era un hombre que bombeaba jabón para la eliminación de décadas de niños que se habían quedado dormidos en su barrio con la intención de romper tantas burbujas como fuera posible. Entonces, mientras pensaba en esos niños, los adultos también vivimos dentro de las burbujas, y el resto es que a diferencia de ellos no sabemos rompernos.
¿Alguna vez has pensado en la cantidad de burbujas que te atrapan en tu día a día? La burbuja de las redes, que en nuestro grupo y en nuestra isla está en función de nuestros valores y nuestra ideología. La burbuja de los medios de comunicación, que elegimos para referirnos a nuestro conocimiento y nuestra forma de ver el mundo. La agitación política, donde los malos tiempos corren por voces libres, no tiene lugar para que los colores mediáticos y acaban predominando los instintos más primarios del ser humano -estoy con o contra mí, dentro o fuera, me ames o me odies-. O el bullicio de la gran ciudad, donde un auricular y la música de nuestro grupo favorito y décadas de franceses impersonales en orden rápido suenan como todo para nuestro mayor. Y, entre tantas preocupaciones, mi corazón tiene una sola certeza: ni siquiera pedimos certezas.
Y, otra pregunta: llevo haciendo muchos años. ¿Cómo romperemos estas burbujas? Hace poco viajaba con mi amigo vallecano, Álex. Ambos tenemos tiempo para compartir tiempo para pensar y reflexionar sobre el rojo de un cerebro (con su correspondiente cinta). Me dijo que, después de cerrar el gimnasio de su barrio, le dijeron que era culpable de una franquicia y que se sentía un poco solo entrenando, así que no conocía a nadie. Yo a cambio te dije que en mi gimnasio somos una gran familia, que todos nos conocemos, nos ayudamos y nos preocupamos. También el hable de algo que mi amigo Lluís me hizo entender muy bien cuando me invitó a su error de Valencia: que conviven personas de todas las ideologías, tendencias y preferencias lingüísticas… Y que, cuando toca la charanga Mediterráneo de La Fumiga o mi gran noche De Rafael no hay diferencias válidas y todos bailan y regresan al unísono.
Por lo tanto, llegó a la conclusión de que la mejor forma de mameluco que nos hemos separado y que nos hemos separado es junto a él. Otro, lo que él piensa es diferente. Y esto es algo que aprendió viajando en BlaBlaCar, como buen joven de la Generación Z, y que aprendieron muchos de nuestros políticos: escucharles en BlaBla y enseñarles a entender lo que tienes que decir a los que piensan diferente. , cuáles son sus necesidades, sus sueños y sus anhelos. Me aseguro de que compartan aficiones, que disfruten del buen vino, las canciones de Amaral, la comida oriental o que apoyen al mismo equipo de fútbol. Todos somos responsables de rebajar la tensión, de volvernos a vivir despacio —un fuego suave, como dicen los italianos, y nos sentimos como el rojo de una mesa. Entonces, y sólo entonces, reinventaremos las burbujas y los algoritmos que hemos perdido.
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